¿La huelga? ¡Sí se puede!

Falsos autónomos que corren con gastos de coche e impuestos, 70/80 horas semanales, 700/800 euros al mes, señoritos de finca como patronos, salud laboral peor que la ‘beneficencia’… Son los “nuevos trabajos de alta tecnología”: fibra óptica, comunicaciones, etc., donde ni tan siquiera se tiene un censo de cuánta población ‘asalariada’ existe –se estima que más de 150.000–, organizados con técnicas punteras de explotación. Y de fondo la descentralización impuesta en todos los procesos industriales, productivos y de distribución en los 90, como el modelo necesario de flexibilidad para posibilitar que la economía empresarial fuera más competitiva.

El conflicto de las personas asalariadas de las contratas de Telefónica –aunque contractualmente miles de ellos se hayan visto impelidos a ser ‘autónomos’– hace emerger situaciones sociales del siglo XIX: cuando “los proletarios” deciden dejar de actuar como si fuesen “pura fuerza de trabajo”, descubriendo su esencia de personas iguales a las otras en capacidades y derechos. Y plantan cara a patronos y modelos legislativos privativos, autoorganizándose y autonomizándose de quienes dicen ser los representantes de sus derechos e intereses.

Cuando los modelos organizativos de “descentralización productiva”, resumidos en la externalización de trabajo directo a través de trabajo indirecto –contratas y subcontratas–, afecta ya a más del 60% de la población activa, parece como si estas miles de personas en huelga contra Telefónica descubrieran la democracia como un modelo ingobernable, desordenando el reparto jerárquico de los papeles sociales y de las funciones que a cada actor –patronos, empresa principal, contratistas, sindicatos más representativos– le toca jugar. Y lo hacen abriendo el campo de lo posible por medio de su accionar directo, su conflicto “sin vergüenza ni miedo”, para definir la vida común fuera de las reglas normativas excluyentes de las actuales relaciones laborales.

El principio de representación lleva implícito un poder oligárquico y en el mundo de las relaciones laborales ‘democráticas’ surgido en la Tran­sición, este principio ha sido ejercido de manera consensuada entre patronos y sindicatos representativos. Así el poder privado del empresario ahoga sistemáticamente la constitución de una voluntad propia, la del trabajador/a colectivo, plegando todas sus condiciones de trabajo a la voluntad unilateral empresarial e impidiendo el poder colectivo.

El sindicalismo institucional no ha educado en, ni ha posibilitado, la democracia real porque su eje de acción se encuentra anclado en los nichos laborales ‘centrales’, siendo nula su presencia en los sectores ‘periféricos’. Y ello cuando ese eje de acción no es directamente contrario a la realidad laboral y social de toda la periferia: ese mundo precario definido en los 90 por las empresas de trabajo temporal y por las contratas y subcontratas, y a partir de 1995 por la descentralización productiva con la reforma del Esta­tuto de los Trabajadores.

Para los núcleos estables del trabajo, el sindicato era garantía de su condición de empleo y de las condiciones de su empleo. Un hecho que no hacía desaparecer la crítica hacia el sindicato por parte de esa ‘masa laboral’ estable, crítica que aumentaba en la misma medida que lo hacía el deterioro de sus condiciones de trabajo y de vida. Y eso a pesar de la contradicción que aparece una vez tras otra con el refrendo de la representatividad de ‘los de siempre’ en las elecciones sindicales.

Para el núcleo periférico, el rechazo del sindicato es dominante, pues éste pierde toda su funcionalidad –proteger los intereses de los trabajadores y trabajadoras– cuando las necesidades del precario/parado, le ‘importan una mierda al sindicalismo institucional…’
El individualismo penetró en todas las relaciones y desplazó la acción colectiva –función del sindicato– al campo del imaginario colectivo: a ‘huelgas generales’ y ‘manifestaciones generales’.

La acción cooperativa y solidaria, tanto en los centros de trabajo como en la solidaridad entre los sectores, ya no es posible, de ahí la dificultad de una ‘defensa’ de los sectores nuevos como el sub­sector de contratas de Telefóni­ca. La pérdida de fuerza de la organización sindical, del sindicato, como factor que contrarresta la arbitrariedad, ha colocado la acción sindical en un espacio donde la posibilidad de respuesta deviene irrelevante. Así el espacio de las relaciones laborales se constituye fuera de toda legalidad, y la referencia al “Estado de derecho y social” es una mera ficción.

El empresariado se desenvuelve en el ‘reino de la impunidad’: en la contradicción entre el enunciado de un orden jurídico que reconoce a los sindicatos como agentes sociales funcionales para el desarrollo de la economía y la cuestión social, y la ‘racionalidad económica actual’ que concede al empresariado el control absoluto del proceso de trabajo. No podemos olvidar que habitamos un mundo globalizado y financiarizado, donde la tasa de ganancia del capital hoy sólo se realiza en base a dos factores: la reducción del coste del trabajo y la de los costes sociales –seguridad social, pensiones, prestaciones, etc.–.

Se han privatizado las relaciones laborales, el único principio es la voluntad unilateral y discrecional del empresario, y en consecuencia desaparece lo público –el mundo del derecho–. Lo que es y existe es el mundo privado empresarial, y este sólo se rige por las relaciones de poder. Es en este campo donde operamos a diario, un campo donde las reglas de juego han mutado y lo que toca es ejercitar contrapoder sindical.

Contrapoder de las personas trabajadoras en el que el conflicto de los “desarrapados y desarrapadas de las contratas de Telefónica” muestra la posibilidad y el hecho político de que son posibles otras relaciones laborales donde principios básicos de la democracia industrial –“a igual trabajo, igual salario”, “la relación contractual es por cuenta ajena y el patrón que presta herramientas, organiza el trabajo, es el patrón directo” y “todos somos iguales ante la ley”…– deben y pueden ser una realidad democrática.

Si se pierde esta huelga, si este conflicto vuelve a ser domesticado, se profundizará la normalización de ese tipo de relaciones laborales. Y una vez más, tendremos que esperar a la aparición de un nuevo brote, de un nuevo conflicto que, recogiendo los saberes de éste, vuelva a poner sobre el tablero político el “sí se puede” y es ahora y en ese momento.