“Los jefes tienen un poder casi total sobre los trabajadores, en el trabajo y fuera de él”. Elisabeth S. Anderson

En los centros de trabajo de EEUU priman la jerarquía y la dominación sobre la democracia y la libertad. En EEUU, los empleadores ejercen un poder extraordinario sobre sus empleados.

En el centro de trabajo, los trabajadores pueden ser vigilados por su empleador, ser obligados a hacer horas extra e incluso verse privados de las pausas para ir al baño (una restricción que, en un caso reciente, forzaba a los empleados a llevar pañales en el trabajo). En la mayor parte de los Estados Unidos, los empleadores pueden despedir legalmente a sus empleados o empleadas por ser “demasiado atractivos”, por tener afiliaciones políticas equivocadas o por elegir una determinada pareja. Cuando los trabajadores estadounidenses van al trabajo, entran en un mundo marcado por una rígida jerarquía, donde están ausentes la democracia y la libertad.

A pesar de la existencia de esta vasta esfera de dominación, los economistas y teóricos políticos contemporáneos permanecen callados, por lo general, sobre las relaciones sociales de trabajo. Cuando rompen su silencio, suelen ofrecer discursos apologéticos sobre la voluntariedad de los contratos, ocultando la extrema desigualdad existente en realidad.

Elizabeth S. Anderson, profesora de filosofía y estudios de género en la Universidad de Michigan, aspira a cambiar esta tendencia. En su nuevo libro, Private Government: How Employers Rule Our Lives (and Why We Don’t Talk about It), Anderson sostiene que los centros de trabajo son una forma de “gobierno privado” y, muy a menudo, una forma de dictadura.

A pesar de que Anderson no hace suya la reivindicación de una completa democratización de los centros de trabajo ―abogando, en cambio, por un sistema de “codeterminación”, que permitiría a los empleados participar en las decisiones relativas al área de producción―, su investigación es indispensable para entender las raíces históricas, tanto intelectuales como económicas, del centro de trabajo moderno.

El activista socialista Chase Burghgrave se reunió recientemente con Anderson para hablar sobre democracia y tiranía en el trabajo, así como sobre las lecciones que los trabajadores pueden extraer de su nuevo libro.

‘Gobierno privado’ es un concepto interesante, con el que creo mucha gente no estará familiarizada. ¿Qué es exactamente?

La historia de la democracia es la historia de las luchas por hacer del gobierno una cosa pública; es decir, es el intento de hacer del mismo un asunto que incumbe a los gobernados: un gobierno transparente hacia ellos, atento a sus intereses y, sobre todo, con rendición de cuentas ante el pueblo.

El gobierno privado está en manos de dirigentes que no se consideran responsables ante los gobernados y les dicen que las reglas a las que están sujetos no son algo de su interés, que no están autorizados a saber cómo opera su gobierno, que no tienen derecho a que sus intereses sean tenidos en cuenta.

Para el Derecho estadounidense, la constitución estándar del centro de trabajo no es un gobierno público, sino privado. Los gerentes dirigen un gobierno del que permanecen al margen los trabajadores a los que se gobierna.

La mayoría de académicos y figuras públicas que escriben y hablan sobre desigualdad económica se centran en la desigualdad en términos de riqueza e ingresos. Usted, en cambio, aborda el problema de la desigualdad de poder entre empleadores y empleados en el centro de trabajo. ¿Por qué puso el foco en esta forma de desigualdad económica en su libro?

La justicia distributiva es un asunto importante, pero no debe ser la única preocupación para los defensores de la igualdad.

Ser humillado, acosado o maltratado por los gerentes, estar sujeto a condiciones laborales peligrosas, ser penalizado por conductas durante el tiempo de ocio que nada tienen que ver con las responsabilidades del puesto de trabajo, ser presionado para apoyar las causas políticas de la dirección de la empresa… sin dejar de lado la cuestión de los salarios y los llamados “beneficios laborales”, tales asaltos a la dignidad, seguridad y autonomía de los trabajadores deben ser un motivo de preocupación para los igualitaristas.

Si los defensores de la igualdad aspiran a eliminar una jerarquía social opresiva, su campo de visión debe incluir las relaciones de dominación y subordinación bajo las cuales los subordinados pueden estar arbitrariamente sujetos a condiciones humillantes y opresivas, a restricciones arbitrarias de su libertad.

Describe el gobierno de los empleadores como una dictadura, como un poder capaz de manejar minuciosamente las acciones de los empleados en el centro de trabajo, así como de reprenderles por sus actividades fuera del mismo. Muchos conservadores y liberales de derechas probablemente se mostrarían en desacuerdo con esta descripción de los centros de trabajo, y traerían a colación el consentimiento de los empleados en la firma de su contrato de trabajo como una evidencia de que la actuación de los empleadores se mueve en el terreno de la legalidad. ¿Por qué deberíamos ver las relaciones de poder que rigen en los centros de trabajo como una forma de gobierno despótico y no como algo que emana de un acuerdo contractual entre iguales?

En primer lugar, debemos dejar claro que no existe contradicción entre el hecho de comenzar una relación a través de un acuerdo contractual y el que dicho contrato establezca, por su naturaleza, una relación de dominación y subordinación entre las partes.

Durante siglos, los contratos matrimoniales operaron justamente de este modo. El hombre y la mujer firmaban el contrato por mutuo consentimiento, pero el contrato especificaba que el hombre tendría un poder prácticamente total sobre su mujer. Hasta finales del siglo XIX, la mujer perdía a través del matrimonio sus derechos a ser propietaria y a firmar contratos en su nombre, a trabajar fuera de casa sin el permiso de su marido, e incluso a salir de la propia casa sin su autorización. Hasta finales del siglo XX, el marido estaba legalmente autorizado a abusar sexualmente de ella.

El Derecho matrimonial, definido por el Estado, establecía estas condiciones como las propias de un contrato de matrimonio estándar, instituyendo al marido como el dictador sobre su mujer. Era posible que las partes firmaran un acuerdo prematrimonial que alterara estos términos establecidos por defecto, pero tales acuerdos eran raros, porque el marido difícilmente podía tener interés en reducir su poder. Cuando el Estado había repartido a los hombres todas las cartas, ¿por qué iban estos a estar de acuerdo en dar alguna de ellas a sus mujeres?

El caso de la relación empleador-empleado es similar. El Estado ha determinado las condiciones de la relación laboral estándar a través del Derecho laboral. En Estados Unidos, este establece un régimen de “empleo a voluntad”: el empleador puede despedir al empleado por cualquier razón, o por ninguna, con muy pocas excepciones, la mayoría relacionadas con cuestiones de discriminación. Esto otorga a los jefes un poder casi total sobre los trabajadores, no solo en el trabajo, sino también fuera de él.

Puesto que en la balanza entre empleadores y empleados el Estado ha actuado de parte de los primeros, es absurdo suponer que el contrato de trabajo es producto de la negociación entre iguales. La mayoría de los empleados no tiene la oportunidad de negociar en absoluto.

Si bien es técnicamente posible que el trabajador negocie mejores condiciones, en la práctica los empleadores rechazan de plano cualquier negociación sobre el alcance del poder del empleador, excepto en el caso de los empleados situados en la cima de la jerarquía laboral y de aquellos representados por sindicatos. Puesto que a ellos, igual que sucedía con los maridos en el siglo XIX, les han sido repartidas todas las cartas, ¿por qué iban a iniciar una negociación para dar alguna de ellas a sus empleados?

Escribe sobre una época, aproximadamente entre mediados del siglo XVIII y la guerra civil estadounidense, en la que tenía sentido hablar del libre mercado como parte de un proyecto político de izquierdas. Adam Smith, Thomas Paine y Abraham Lincoln pensaron que el mercado podía ser una forma liberadora de organizar la sociedad. ¿Por qué creían eso? ¿Cuáles eran sus motivaciones morales para defender el libre mercado?

Smith, Paine y Lincoln reconocieron que la sujeción a un empleador no era buena para los trabajadores. Vieron con claridad que los trabajadores asalariados no recibían los frutos de su trabajo, que tenían que arrodillarse ante otros, que estaban compelidos a trabajar en condiciones atrofiantes bajo el poder de un jefe opresor… que no eran, en definitiva, realmente libres.

Los primeros teóricos del libre mercado pensaban que acabando con los monopolios sobre la tierra y la manufactura, aboliendo toda forma de servidumbre involuntaria (no solo la esclavitud, sino también la prestación de servicios no remunerados, la servidumbre por deudas o la condición de aprendiz) y, en el caso de EEUU, llevando a cabo un reparto de tierras, los trabajadores asalariados podrían adquirir un capital suficiente para convertirse en empleados por cuenta propia.

Pensaban que los grandes empleadores existían solo porque el Estado les sostenía, trazando las reglas de juego a su favor. Abrir los mercados a la competencia haría que el productor más eficiente —el pequeño propietario que trabaja por cuenta propia— dejara fuera de juego a los perezosos y estúpidos aristócratas, así como a los grandes fabricantes y sus intrigas. ¡Este es un relato de liberación de los trabajadores! Por eso lo apoyaron.

De todas formas, debemos tener en cuenta que esta prometida liberación fue muy parcial. En EEUU se consiguió a costa de los nativos americanos, quienes sufrieron una limpieza étnica a fin de poder repartir las tierras que habitaban entre los trabajadores blancos, en la Ley de asentamientos rurales y otras actuaciones estatales. En todas partes, además, los hombres conservaron un control total sobre el trabajo de sus mujeres, a través del contrato matrimonial.

Escribe que, después de la Revolución Industrial, la ideología del libre mercado asociada al liberalismo ya no es sostenible. ¿Cómo cambió el capitalismo a raíz de la Revolución Industrial? ¿Por qué el mercado ya no puede ser, a partir de entonces, una forma liberadora de organizar la sociedad?

La ideología de Smith-Paine-Lincoln estaba basada en el supuesto de que el incentivo de poder recibir el cien por cien de los frutos del propio trabajo pesaba más que las economías de escala. Por eso el trabajador por cuenta propia sería más eficiente que el gran empleador con muchos trabajadores a su cargo y triunfaría en un mercado verdaderamente libre.

Esta asunción, plausible en el siglo XVIII, fue falseada por las innovaciones tecnológicas que trajo consigo la Revolución Industrial. El sistema fabril, con grandes concentraciones de capital y de mano de obra, fue mucho más eficiente que el pequeño taller de manufacturas y expulsó a los artesanos del negocio. Los ferrocarriles hicieron inservibles los coches de caballos, que eran un medio de transporte que podían tener en propiedad los trabajadores por cuenta propia. Y así sucesivamente, en prácticamente todos los sectores económicos.

En definitiva: esto cambios supusieron que la gran mayoría de los trabajadores debían ser trabajadores asalariados de por vida. De hecho, las tasas de empleo por cuenta propia han disminuido de forma constante desde la Revolución Industrial.

La explotación y el poder arbitrario en los centros de trabajo solían ser una cuestión bien conocida y habitualmente discutida. Se puede leer a Charles Dickens o a Upton Sinclair y hacerse una idea cabal de las horribles condiciones de trabajo en sus respectivas épocas. Marx desarrolló una entera teoría económica para tratar de entender cómo el capitalismo había llegado a ser lo que era. ¿Por qué nos hemos olvidado de que el centro de trabajo es una forma de “gobierno privado”, un lugar en el que rige un poder arbitrario?

En Europa, los principales vehículos para transmitir conocimiento acerca de las vidas de los trabajadores fueron diversos movimientos y partidos socialistas, además del propio movimiento obrero. Los sindicatos y los partidos socialistas europeos mantienen este conocimiento vivo en la actualidad.

Pero el socialismo fue un movimiento comparativamente marginal en EEUU. Los sindicatos están prácticamente destruidos. Los periodistas y los representantes del Estado apenas hablan con los líderes sindicales o con los activistas. Esto ha llevado a una gran pérdida de conocimiento en EEUU.

Mientras tanto, los libertarios de derecha y los políticos asociados con ellos, como los de la House Freedom Caucus, repiten sin conocimiento de causa ideas de Smith, Paine y Lincoln, no dándose cuenta de que los mercados que ellos concibieron liberarían a los trabajadores liberándolos, precisamente, del poder opresivo de los empleadores. Recogen la promesa de Paine y Lincoln de extender el empleo por cuenta propia a cualquier trabajador con iniciativa, pero sin estar dispuestos a que se les proporcione el capital necesario para realizar dicha promesa.

Por el contrario, Paine y Lincoln estaban lo suficientemente arraigados a su tiempo como para reconocer que el trabajo por cuenta propia era imposible para un trabajador común si el Estado no encontraba maneras de distribuir el capital entre los trabajadores.

Ahora, los miembros del Partido Republicano usan la retórica del libre mercado para apoyar la existencia de falsos autónomos, como en los esquemas piramidales de marketing multinivel. Te sorprenderías de cuánta financiación del Partido Republicano proviene de billonarios que han hecho su fortuna en el marketing multinivel, que ofrece a sus participantes la falsa promesa de que pueden ser empleados por cuenta propia.

Lo que empezó siendo una ideología liberadora con fundamento en la realidad empírica ha degenerado en una quimera promocionada por charlatanes, con el objetivo de quedarse con los escasos recursos de sus paisanos.

En el libro no se centra mucho en propuestas políticas específicas, pero señala algunas cosas que en su opinión se podrían llevar a cabo para hacer del centro de trabajo un lugar más igualitario y humano. ¿Qué cree que vale la pena intentar para que trabajar en los EEUU sea algo menos opresivo?

En primer lugar, hay algunas soluciones sencillas que podrían lograrse en el marco del Derecho actual, o con ligeras modificaciones del mismo.

Las principales serían la aplicación rigurosa del Derecho laboral vigente, la abolición del arbitraje obligatorio en caso de incumplimiento de los salarios u horas de trabajo establecidos y la abolición de las prohibiciones que afectan a las acciones colectivas de los trabajadores ante tratamientos injustos por parte de su empleador. La aplicación rigurosa del Derecho laboral debe incluir, especialmente, la protección de la libertad de expresión y de los derechos de asociación de los trabajadores, a fin de que estos puedan protestar sobre sus condiciones laborales y organizar sindicatos en el centro de trabajo, respectivamente.

Además, las cláusulas de no competencia en los contratos laborales deben ser prohibidas. Este tipo de pactos evita que los trabajadores puedan llevarse consigo su capital humano en el momento en que abandonan la empresa o son despedidos. Si los trabajadores no pueden salir a no ser que renuncien al uso de sus capacidades, su ya de por si débil poder de negociación con la empresa queda destruido.

También los trabajadores inmigrantes necesitan tener la libertad de salir. Sin esa libertad, son gravemente explotados. Los becarios, que realizan trabajos generadores de valor económico para sus empleadores, deben tener los mismos salarios y demás derechos que cualquier otro empleado. Los llamados “contratistas independientes” son a menudo empleados de facto, y deben tener los mismos derechos que los empleados. Los trabajadores temporales deben tener el mismo salario, “beneficios laborales”, condiciones y derechos que los trabajadores fijos de la empresa.

En segundo lugar, y de forma más ambiciosa, las reglas de gobierno del centro de trabajo necesitan ser cambiadas para dar a los trabajadores una voz permanente e institucionalizada en el trabajo, pertenezcan o no a un sindicato.

Este es el sistema que se impone a los grandes empleadores en muchos países ricos de Europa. Requiere que los trabajadores sean consultados sobre cómo se organiza el proceso de trabajo. En tales sistemas de “codeterminación”, los trabajadores tienen un peso real a la hora de decidir cómo son gobernados: el proceso de trabajo es determinado conjuntamente por trabajadores y gerentes.

Los sindicatos se dedican a la negociación colectiva de los salarios y los “beneficios laborales”, pero las condiciones en el área de producción se gestionan mediante codeterminación. Esto significa que los trabajadores pueden realmente hacer valer su opinión sobre cómo son gobernados, incluso si no han elegido a un sindicato para representarlos en la negociación colectiva.

Pensando en los activistas y sindicalistas, ¿qué espera que pueda ser tenido en cuenta de su libro? ¿Qué influencia le gustaría que tuviera en sus conversaciones y decisiones?

La principal cosa que me gustaría hacer es cambiar la manera en que hablamos y pensamos sobre el trabajo asalariado; abrir a los trabajadores una vía para articular sus reclamaciones ante las formas arbitrarias y opresivas en que son tratados por sus empleadores, de modo que estas reclamaciones puedan acompasarse con las ideas de los estadounidenses sobre la libertad.

Estamos acostumbrados a una retórica que considera el “gobierno” como una amenaza para nuestras libertades. Dejando claro que el centro de trabajo es una forma de gobierno (que el Estado no es lo único que nos gobierna), podemos dejar claro también cómo el poder que los empleadores tienen sobre los trabajadores amenaza su dignidad y su autonomía. Al nombrar a ese gobierno “privado” —es decir, mantenido al margen de los trabajadores, como algo que no es asunto suyo— podemos hacer más evidente el hecho de que los trabajadores están trabajando bajo dictaduras arbitrarias, en las que no hay rendición de cuentas posible.

El gobierno del centro de trabajo debe convertirse en una cosa pública para los trabajadores: un asunto de su incumbencia, en el que tengan derecho a exigir que sus intereses sean tenidos en cuenta, en el que sus voces sean realmente escuchadas.

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Traducción de Pablo Scotto Benito.

Elizabeth S. Anderson es profesora de Filosofía y Estudios de Género en la Universidad de Michigan.

Este texto está publicado en sinpermiso.  Fuente original: Jacobin.