Lo que aprendí de Ángel Pestaña

Tendría yo unos dieciocho años cuando encontré entre los libros de mi hermano mayor un título que me interesó nada más verlo: Lo que aprendí en la vida. Eran dos libritos que juntos sumaban apenas doscientas páginas, editado por ZYX. Mi hermano me los prestó con cariño, sin darme lecciones. Hace unos días que he releído esas páginas con gusto renovado, y ahora deseo glosar a su autor.

Ángel Pestaña nació en 1886, el mismo año que su camarada Salvador Seguí. Éste fue asesinado con 37 años de edad, y aquél estuvo a punto de serlo unos meses antes. Rechazó por dos veces ser ministro de la República y murió con 51 años, por enfermedad. El Noi del Sucre lo apodó El Caballero de la Triste Figura. No tenía tres años de edad, cuando perdió a su madre y a su única hermana. Se puso a trabajar con once, y tres años después se le murió su padre. Natural de El Bierzo llegó a Barcelona en 1914. Había trabajado en ferrocarriles, en una mina y fue calderero. Hombre observador y meticuloso, llegó a hacerse relojero. También en nuestra ciudad colaboró con el periódico libertario Tierra y Libertad y fue director del diario Solidaridad Obrera.

Quiero destacar su dignidad, honradez y franqueza, cualidades que juntas son fundamento de una vida humana. En esas confesiones escritas en 1934, lamentaba su falta de conocimientos: «El obstáculo contra el que he chocado toda mi vida» y que paliaba como mejor sabía. Siempre consciente del objetivo de educar a la clase trabajadora para una vida mejor, comenzó a trabajar por unas ideas que procuraban con desinterés el mejor beneficio para todos y el no hacer daño a nadie; un imperativo de conciencia. Para él, lo fundamental era el hombre. Con los años reconocería que el anarquismo teórico era simplista en sus planteamientos, pero se adhería a su afán de una patria universal. Veía que hay buenos y malos en todas partes, y que entre sus compañeros también había quienes «lo que les arrastraba a la pelea era la ambición de subir, de figurar, de escalar un puesto». Su proyecto era que hablasen las ideas de justicia social y de fraternidad, no el odio de clase.

Aceptando la violencia sistemática, la humanidad retrocede en varios siglos de civilización. Era contundente y veraz al afirmar que «es inútil acumular más odios. Sobran los que hay». Por todo ello, era radical al rechazar la «aberración monstruosa» de contestar a un terrorismo con otro. Al terrorismo de Estado y al de la patronal no le debía responder un terrorismo obrero. Al comienzo, calló y simuló a sus compañeros. Luego se avergonzó de esa actitud y denunció la penosa verdad de «hechos repugnantes, sin justificación alguna»: los inductores y los autores materiales del terrorismo obrero eran miembros visibles de la organización. «Estos jóvenes no obraban por su cuenta. No era de ellos la iniciativa de quienes habían de ser las víctimas». «Echaron sobre las luchas sindicales un borrón que sólo el tiempo y la desaparición de la generación que los presenció podrá olvidar por completo». El mal era profundo. «La atmósfera que se formó contra mí en los medios donde esos elementos predominaban era irrespirable», se habló de imponerle silencio por la fuerza.

«Entre la avalancha de trabajadores de buena voluntad que acudían a los sindicatos, venía también esa clase especial de individuos que viven en el lindero incierto que hay entre el trabajo y la delincuencia común. Individuos que un día trabajan, y al día siguiente, si la ocasión se les presenta, roban o matan, que para ellos, al fin y al cabo, todo es igual». Consecuencias que trajo ese terrorismo fueron la indiferencia y complacencia de una mayoría del pueblo, insensible ante el crimen, esto es, un envilecimiento social. Asimismo un estallido de intereses de «la gente que perdió la costumbre del trabajo y que no quería recomenzar su educación profesional». ¿Qué enseñanzas hemos sacado de nuestros errores?, se preguntaba Ángel Pestaña. Hubo muchos, y de bulto. También hubo aciertos: «Que España entera nos contempló un día, entremezclada de asombro su admiración: cuando la famosa huelga de La Canadiense fue una de ellas. Dimos tal sensación de poder, de organización de disciplina, que fue asombro de propios y extraños». Pero fue un hecho aislado, «no ha tenido segunda parte todavía, y no sabemos si algún día la tendrá».

Aquella huelga consiguió en 1919 el reconocimiento en toda España de la jornada laboral de 8 horas. Déjenme, amigos lectores, que añore esa CNT que se perdió, la de Pestaña, Seguí, Peiró o Peirats, entre tantos otros. Y que ante este nuevo año brinde por la causa de los trabajadores, los que quieren serlo: abnegados y responsables, soñadores y razonables, flexibles e insobornables, pero intransigentes con las faltas a la verdad y la justicia.

Miquel Escudero